Esta es la primera parte del discurso (nunca
pronunciado) de Sebastián Chilano sobre su aporte en Poca cosa. Aquí nos cuenta sobre los cinco relatos de su autoría que aparecen
en la antología.
“Lagartijas brasileras” es un cuento que
nació muy largo, porque es una historia real. No la viví personalmente, pero me
la contaron unos amigos que la trajeron de un viaje y juran que es cierta. Me
gustó la historia, incluso antes de que la contaran, por tanto no habían
terminado su relato y ya me había decidido: tenía que escribir esa historia
sobre lagartijas brasileras. Es más, creo que los saqué a la fuerza inmediatamente
de casa y la escribí de un tirón, esa misma noche. Por eso, si esos queridos
amigos estuvieron presentes la noche de la presentación, quiero agradecerles, y
si no estuvieron (no los vi, pero se pueden haber escabullido) los entiendo
perfectamente y no me ofendo para nada, aunque ellos se lo pierden.
En fin, como decía, escribí la historia en una noche y la
verdad es que esa primera versión quedó demasiado extensa para mi gusto. Así
que podé y recorté el cuento hasta dejarlo casi vacío y lo dejé reposar 6 meses
o más hasta releerlo. Por supuesto que cuando lo volví a leer, todavía me
pareció largo, ante lo cual, la pregunta no fue cómo solucionarlo, sino
¿cuántas palabras inútiles tenía esa primera versión?
Sin una respuesta, sí puedo decirles que “Lagartijas brasileras” es una historia
verídica, que hice propia al escribirla en primera persona, pero a la cual no
le pude dar la resolución que le dieron los personajes que la vivieron:
lamentablemente se fueron de casa antes de contarme el final y como quise ser
fiel al relato original (no es que no se me ocurriera nada) lo dejé como
ustedes podrán leerlo.
En cambio el segundo microrrelato “El sótano de la clínica” no es una historia real, pero me
encantaría que lo fuera. Me encantaría que algún sanatorio de la ciudad tuviera
un sótano donde hubiera algo más que historias clínicas archivadas y humedad.
Tendría que haber una especie de museo de la medicina, que sería algo así como
un museo de terror con:
- Camillas ginecológicas antiguas.
- Fórceps colgando del techo.
- Aparatos de radiografía antiguos.
- Paredes adornadas con fotos en blanco y negro de quirófanos y equipos quirúrgicos de la época de oro de la Rambla, con bigotitos y ropa de hule para entrar al quirófano como si entrarán al mar.
- Estantes con las jeringas de vidrio y frascos de Erlenmeyer llenos de agua coloreada, para hacerlo más drástico.
- Piernas ortopédicas que sobraron.
- Una sección de sillas de ruedas destrozadas, de férulas y aparatos para colgar brazos.
- Un cuarto de radiografías veladas, con deformidades óseas de todo tipo, (y bien puestas, no al revés, como he visto en serias series televisivas).
- Pero claro, nada de esto hay en las clínicas que cada vez tratan de vender más “asepsia y confort”, igual que los dentífricos. Pero no pierdo la esperanza, porque después de leer el cuento, el Dr. Celser, director de una clínica de la ciudad, se entusiasmó con la idea y me juró que intentará crear una especie de inventario fantástico.
Y justamente, “Inventario”,
es el título del tercer cuento, un cuento que no es inédito, o sí, porque,
nobleza obliga, vio la luz en la columna del diario La Capital de los domingos,
en una especie de diccionario y que fue uno de los que, aparentemente, más
gustó. Por eso se metió entre estos inéditos. No diré mucho más, salvo que es
una historia que une la ciencia ficción con la literatura negra: para que les
quede claro: es la historia de un hombre y una mujer que, aparente y
sorpresivamente, parecen quererse.
Ese mismo hombre, años después, cuando la literatura lo
puso en su lugar y le hizo ver a la mujer que “jugar al inventario” es cosa de
adolescentes en celo y por tanto lo abandonó, le sacó la casa, el auto, el
perro y la alegría, es el mismo personaje del microrelato “Hombre en una maceta” personaje que, ya desplumado, vive en un
pequeño departamento cuyo único lujo es tener un balcón, pequeño también, con
un planta, la flor federal, que terminará succionándolo hacia un pequeño mundo.
Si cierran los ojos, quizás piensen en el mundo de Lisa Simpson atacado por
Bart, o en alguna película como “querida encogí a los niños” o esa memorable de
Denis Quaid donde se hacían chiquitos y se metían en el cuerpo para curar a una
mujer, y si les pasa esto sólo les puedo decir que ustedes ven demasiadas
películas de ciencia ficción, el cual es, además, el título del último de mis
microrelatos en esta antología.
“Demasiadas
películas de ciencia ficción” es un cuento sobre el hastío: un cuento sobre
la velocidad con que pretendemos que nos sucedan las cosas, la inmediatez de
que todo gire a nuestro alrededor nos puede llevar a lugares peligrosos. Nos
quejamos de que los chicos se aburren enseguida. Nosotros también nos
aburrimos, y rápido.
Hagamos entonces un ejercicio para demostrarlo: imaginemos
entonces dos grupos cerrados, el grupo del cuento son hombres y mujeres que
viajan por el espacio exterior en busca de descubrir cosas insólitas, y el otro
grupo sería hombres y mujeres que esperan escuchar a unos escritores decir
máximas para la posteridad y frases ingeniosas.
Leyendo el microrrelato vamos a saber cómo reacciona el
grupo en una forma inesperada ante la decepción de los lugares comunes, y los
que asistieron a la presentación saben cómo reaccionaron ante nuestro diálogo
escueto.
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